En la sociedad actual nos hemos acostumbrado a aliviar el más pequeño dolor cuando se presenta. Nadie quiere sufrir por algo, si este algo se puede evitar. Tal es así que, de forma concurrente a la percepción del entorno, hay una huida constante de cualquier foco que provoque dolor, que incite a padecer, en la búsqueda exasperada de cualquier paliativo1.
Ante esta posible amenaza de la realidad, hacen su aparición los recursos personales. Propiedades de uno mismo que a la vez pueden movilizarse, facilitando la tarea de enfrentarse al daño dentro de los parámetros de la normalidad. ¿Pero qué ocurre cuando, en la interpretación que se hace de los acontecimientos, la amenaza externa excede a los recursos? Cuando el “sufrimiento emocional” se percibe inmanejable y se hace necesaria una huída ¿Es la muerte autoinfligida una solución? ¿Tienen razón las personas que buscan como escape una intención final? Y si no lo es, ¿cómo se puede salir de esa situación que parece tan destructiva?
Ciertamente no hay respuesta que zanje el debate. Si todos los estudios previos invitan a pensar que el suicidio es un acto multicausado, y por lo tanto complejo en su estructura y difícil de predecir, es lógico anticipar que se esté hablando de un fenómeno que, independientemente de la cultura, sigue camuflándose en la sociedad. En concreto, actualmente se trata de uno de los principales problemas que de forma paulatina va en ascenso, principalmente en la población joven (15-29 años), llegando a convertirse en la tercera causa de muerte en la sociedad occidental2.
En la valoración de la conducta suicida adolescente, la normalidad entendida según la norma estadística fracasa. El momento evolutivo incita a considerar normales algunas conductas que en otras etapas serían patológicas, arriesgándose así a eludir todo significado de alteración, como sería el riesgo suicida.
La adolescencia es más que un momento difícil. Una edad crítica en el desarrollo. Es por definición la etapa por la cual el niño pasa a ser adulto. A nivel intrapsíquico, se impone una nueva búsqueda de la identidad y del autoconcepto basado en el pasado, pero enganchado con su presente y en perspectiva con su futuro. A nivel neurobiológico, las regiones y los sistemas aún en desarrollo se encuentran asociados a la capacidad para la inhibición de respuestas, la percepción del riesgo, la anticipación de los refuerzos o la regulación emocional3. A nivel social, la aparición de nuevos escenarios, fuente de estrés y de exposición constante, provocan relaciones ambivalentes con el entorno familiar y grupal. En este paso adolescente, las necesidades frustradas pueden conllevar a una vivencia de indefensión y desesperanza, que dirige al adolescente hacia una percepción opresiva del entorno que limita las opciones de solución a una sola4. Sin embargo, la ambivalencia cognitiva ante la decisión final provoca la dificultad de realizar el acto de forma inmediata, dando la oportunidad de una intervención preventiva basada en la dialéctica entre adolescente y pediatra.
Y es en este contexto, ante la tentativa de suicidio o el acto fallido, uno de los primeros escenarios donde el adolescente y el pediatra compartan escena. Ya sea en consulta, por sintomatología aversiva o anomalías en el comportamiento –situaciones generadoras de la inquietud del entorno– o en régimen de Urgencias, el papel del pediatra va a resultar de gran valor para detectar anomalías que hagan levantar sospechas y de tal forma movilizar recursos. Desde esta atención, la primera línea de acción se centrará en la detección de los posibles factores de riesgo que acompañan al cuadro clínico.
Los estudios previos han valorado el comportamiento autoagresivo y los sentimientos de profunda soledad como denominadores comunes a cualquier intención suicida, a lo que se va sumando otros posibles “factores de riesgo” en ambos sexos5,6: 1) concurrencia de acontecimientos vitales estresantes (abusos, duelos, conflictos interpersonales, cambios de vida, experiencias de discriminación, etc.); los conflictos interpersonales (parientes, amigos, colegio, pareja) son los factores desencadenantes más comunes; 2) historia de tentativa previa de intentos de suicidio; 3) presencia de trastornos mentales, especialmente el trastorno depresivo mayor, el trastorno bipolar, los trastornos de ansiedad, los trastornos de conducta, el trastorno por abuso de sustancias (alcohol y drogas), los trastornos psicóticos, los trastornos del sueño y los trastornos de personalidad, en especial del clúster B (antisocial, límite, histriónico y narcisista) así como su posible comorbilidad; 4) elevada reactividad emocional en forma de sentimientos de desesperanza, anhedonia, inutilidad, agresividad e impulsividad7; 5) falta de estrategias de regulación emocional y/ o habilidades de comunicación; 6) problemas en el núcleo familiar principalmente derivados de la presencia de psicopatología parental, presencia de antecedentes de comportamientos suicidas familiares, discordancia familiar derivada por problemas en la interacción o figuras parentales disfuncionales; 7) falta de red de apoyo, malas relaciones con el grupo de iguales o sentimientos de aislamiento social principalmente a nivel escolar; 8) rupturas de pareja o sentimientos de desamor de intensidad moderada, así como sentimientos de atracción sexual no aceptados en entornos desfavorables; 9) abuso de sustancias, principalmente alcohol; 10) sobreexposición al suicidio por otros miembros familiares, amigos o medios de comunicación; 11) acceso a los medios letales; 12) situaciones socioeconómicas desfavorables.
Para favorecer la apertura emocional por parte del adolescente, es necesario que el pediatra mantenga una metacomunicación que posibilite no tratar de dar respuestas, sino recibir y hacerse cargo de la vivencia del adolescente, esquematizando un mapa con los puntos cardinales y las particularidades del caso. Para ello, es necesario que el pediatra tenga en cuenta una serie de claves que van desde el cuidado de la “relación” directa con el adolescente como quid de la confianza, la observación desde la escucha más allá de la sintomatología y de las angustias del entorno, el grado de la realidad de la situación de planteamiento de muerte y, finalmente, la visión del abordaje desde una óptica multidisciplinar con la regularidad en el planteamiento común.
En este plan de actuación, el caso individual marcará la intervención que más se ajuste a las peculiaridades del cuadro clínico desde el punto de vista farmacológico, psicoterapéutico, orgánico y social.
Desde la intervención psicoterapéutica, centrada principalmente en la óptica de los recursos personales, se trabajará a través de terapias que se centren en la plena conciencia sobre sí mismo, en las competencias interpersonales y en la regulación emocional y tolerancia al estrés8. Asimismo, se incluirá el abordaje familiar para fortalecer el entorno inmediato del adolescente, favoreciendo el aprendizaje de formas más constructivas en relación al estrés familiar y al cuidado emocional.
En cuanto al tratamiento farmacológico, la cuestión plantea dudas debido a los resultados ambivalentes a este respecto. Si bien la mayor parte de los actos suicidas parten de la presencia previa de trastornos del estado de ánimo, la aplicación de psicofármacos para la mejora de la sintomatología como mecanismo mediador podría parecer, en principio, un buen mecanismo de acción. Sin embargo, los resultados no muestran eficacia a su favor. En un artículo reciente9,10, basado en la comprobación de la eficacia y los efectos nocivos de la paroxetina y la imipramina en el tratamiento de la depresión mayor en adolescentes, se pone en duda la eficacia de los mismos en el tratamiento e incluso alerta sobre posibles efectos adversos que entrañan riesgo, como la alteración en la ideación suicida y en el comportamiento ante eventos negativos (paroxetina) y la aparición de problemas cardiovasculares (imipramina). Asimismo, en otro análisis secundario publicado sobre los datos de los últimos 35 trabajos presentados como evidencia a la Agencia de Alimentos y Medicamentos (FDA) sobre la eficacia del uso de los antidepresivos en las depresiones graves o moderadas1, no se encuentran diferencias estadísticamente significativas en la mejoría que experimentan los pacientes tratados con medicamentos activos o con placebo, lo que de nuevo pone en duda el tratamiento farmacológico como protocolo generalizado.
Ante lo expuesto, en la práctica clínica, es importante que el pediatra mantenga la alerta ante posible ideación suicida en la consulta con el adolescente y derive su exploración a Salud Mental, donde el abordaje farmacológico y psicoterapéutico se ajustará de forma más específica a las posibles anomalías del proceso. De esta manera, se abordará el seguimiento eficaz de la persona en situación de riesgo, así como se favorecerá la visión preventiva sobre una población vulnerable en constante cambio.
Alameda Angulo A. Pediatra, adolescente y conducta suicida: una puesta en común. Evid Pediatr. 2016;12:1.