Es complejo escribir sobre un virus nuevo en un mundo distinto. Porque en los trescientos sesenta y cinco días que van desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre de 2020 ha cambiado todo. No solo ha sido el año de la aparición de un síndrome respiratorio agudo causado por un nuevo coronavirus (el nombre del virus deriva de su acrónimo en inglés, SARS-CoV-2 o severe acute respiratory syndrome coronavirus 2). Tampoco han sido solo los días de una nueva enfermedad (coronavirus disease 2019 o COVID-19)1,2. También hemos vivido el tiempo de la descripción de un nuevo agente infeccioso con expresiones clínicas diversas e inesperadas en la infancia. El año de la toma de conciencia de que, con este nuevo acompañante, los niños no iban a ser “adultos en pequeño”. Entrecomillado que los pediatras repetimos habitualmente, pero que esta vez ha sido más frontera que nunca con el adulto.
Si trasladamos estas palabras al origen de la pandemia en Wuhan, esa gigantesca ciudad china que ahora situamos sin mirar un mapa, nos resulta fácil recordar que al inicio eran escasos los datos acerca del impacto del SARS-CoV-2 en la infancia. Se describían cuadros clínicos leves, con predominio de formas respiratorias y sin apenas necesidad de ingreso en unidades de cuidados intensivos pediátricos (UCIP). El mundo occidental observaba con cierta sorpresa e inquietud cómo este virus hacía nicho en adultos. Los niños permanecían indemnes. De ahí que las primeras series de pacientes pediátricos apenas sumaran unas decenas de casos. Era tal el interés que lo que nunca antes habría sido publicado comenzaba a tener casa en las más importantes revistas médicas. La necesidad de compartir superaba a los requerimientos habituales para publicar. Grupos pequeños con afectación mínima y que no permitían obtener conclusione1-9. Leer aquellos primeros trabajos era hacer un viaje donde la evidencia y la ciencia se tambaleaban. Caminar sobre suelo frágil y lleno de peligros ante lo que se oculta o lo que no se espera. La principal utilidad de aquellos primeros artículos residía en la información ofrecida acerca de la afectación pulmonar. En los primeros trabajos no se privaron de hacer tomografías computarizadas de tórax aún a los más pequeños. Aquellas imágenes permitían establecer el rumor de la presencia de infiltrados bilaterales. También dejaban el rastro del uso indiscriminado de medicamentos sin base, más allá del empirismo o del estudio in vitro en diminutas poblaciones celulares. Se habitaba la incertidumbre clínica más importante de la medicina moderna4,5,8. El terror vivido en la población adulta drenaba a la infancia y el uso de hidroxicloroquina, antivirales, azitromicina o corticoides caía en los pacientes independientemente de la edad. La tormenta de citoquinas calaba también a los pediatras10.
Y de este modo llegamos a marzo.
Alcanzamos Italia y en apenas unas semanas la epidemia llegó a nuestro país11.
En un contexto de ausencia de evidencia, los primeros días de epidemia en España se convirtieron en silencio incómodo ante lo que no se sabe para los pediatras. Dada la práctica ausencia de datos, el ejercicio diagnóstico se basó, de forma fundamental, en la búsqueda de clínica trasladada del adulto. Al tiempo, y como consecuencia de una esperable menor afectación, se inició el desarrollo de hipótesis científicas que justificaran esta protección inesperada12. Se postuló la frecuente exposición a otros coronavirus como ejercicio de entrenamiento inmunitario. En ese grupo se añadieron las vacunas, que ejercitan la estructura y desarrollo de la inmunidad mediante la exposición a virus atenuados. También se consideró la menor presencia de receptores para el virus, el ya más que conocido receptor de angiotensina II (ACE-II), tanto en el árbol bronquial como en región nasofaríngea. Las primeras semanas en las regiones más afectadas por la expansión de SARS-CoV-2 fueron para los pediatras un prepararse para lo que podía pasar y un pensar en qué podía estar evitando que los niños enfermaran menos por el nuevo agente infeccioso. De esta forma, y con el paso de los días, se comenzó a observar un cuadro clínico que recordando a otros hizo saltar cierta alarma entre los sanitarios. Niños en muchos casos con ausencia de infección viral activa, pero con presencia de inmunoglobulina G para SARS-CoV-2. Curados de la infección, pero afectados tras ella. Los pediatras de nuestro país comenzaban a observar una expresión clínica distinta del virus. Llegaba el momento de las dudas y, también, de las preguntas sin respuesta.
De este modo, en abril de 2020 comenzaron a describirse cuadros inflamatorios sistémicos en pacientes pediátricos. La fiebre y el dolor abdominal eran signos predominantes, a los que se añadían, con el paso de los días, tanto la presencia de exantema cutáneo como el aumento de la frecuencia cardiaca. La mayoría presentaban, además, un antecedente epidemiológico vinculado a SARS-CoV-2: un familiar enfermo o ellos mismos previamente positivos sin apenas complicaciones de interés. La persistencia de la fiebre constituía habitualmente el motivo de consulta y la impresión clínica, la percepción del pediatra, añadía al cuadro el índice de sospecha necesario como para constituir una preocupación. En los primeros momentos se consideraron cuadros semejantes y no vinculados al nuevo virus. Era más razonable pensar en un shock tóxico vinculado a una bacteria o descartar una enfermedad de Kawasaki completa o incompleta, a pesar de ser niños que no se encontraban en el arco de edad típica de esta afectación13. A todo esto, se añadían datos analíticos que no se ajustaban a los criterios habituales. Era como estar apuntando a una diana cuyo centro no paraba de oscilar. Se encontraban los parecidos, pero no se llegaba al punto final. De este modo, la linfopenia, la plaquetopenia, el aumento de reactantes de fase aguda o la presencia de un dímero D elevado suponían sorpresa en las pruebas complementarias. Este razonamiento de sospecha y de sorpresa comenzaba a ser parte del diagnóstico diferencial de un gran número de pediatras13-18. Parecían encontrarse ante una enfermedad distinta, producida por un virus nuevo en una población que no esperaba caer enferma19.
Así, se sucedieron las publicaciones que describían este nuevo cuadro clínico. Dada su naturaleza, el síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico vinculado a SARS-CoV-2 (SIM-PedS) aparecía primero en las alertas de las sociedades científicas y en las revistas médicas después20. Esta nueva entidad parecía estar relacionada con un proceso de disregulación inmunitaria en la que el virus pandémico actuaba como gatillo21,22. No necesariamente coincidía en el tiempo con la infección aguda y asociaba datos clínico-analíticos que dirigían el enfoque terapéutico al uso de tratamientos inmunomoduladores. De ahí, y de su semejanza con otros cuadros ya comentados, la inmunoglobulina intravenosa o los corticoides se situaron como punta de lanza en el abordaje terapéutico. Un enfoque que también puso el acento en la valoración cardiaca y la necesidad de soporte a ese respecto23. La Pediatría navegó aquellos meses en la incertidumbre y resultó llamativo cómo el enfoque diagnóstico y terapéutico fue semejante en prácticamente todos los casos. Se llegó a una conclusión basada en el conocimiento y la probable fisiopatogenia de esta nueva entidad. Los niños demostraron que estaban lejos de un adulto en pequeño y los especialistas encargados de su atención demostraron que la Pediatría es diferencial y clave en abordar de forma óptima y única sus problemas.
En el momento actual se continúa añadiendo conocimiento vinculado a esta nueva forma clínica. También en relación con la expresión del virus en pacientes pediátricos con comorbilidades. El número de fármacos a utilizar se ha visto acotado en apenas doce meses. Hemos confirmado que la inmensa mayoría de los niños superan la infección SARS-CoV-2 como el que se sacude una mota de polvo. La minoría que ingresa requiere tan solo tratamiento de soporte y las formas graves, los SIM-PedS, se benefician de un tratamiento precoz y con base en fármacos ya usados al inicio: corticoides e inmunoglobulina20. Al tiempo, y siendo motivo de profundo debate desde el punto de vista epidemiológico, se discute el papel de los niños en la transmisión de SARS-CoV-2. En este último caso, en el contexto de una transmisión intervenida debida a las medidas instauradas en colegios, será complejo definir con claridad qué ocurre en realidad y qué es producto de un evidente sesgo provocado por la pandemia al respecto24. Para tener conocimiento certero sobre este aspecto necesitamos el paso del tiempo y el peso de los hechos objetivos.
Este editorial comenzaba con algunas palabras sobre el mundo distinto en el que nos encontramos. Porque el virus ha cambiado nuestra forma de entenderlo casi todo y de afrontar un hecho tan dañino y diferencial. En el ámbito de la Pediatría este virus ha sido enemigo inesperado. Con menos afectación que en el adulto, menos mal, pero obligando a tener la vista clara y la percepción muy alerta de lo útil. En apenas un año hemos hecho un viaje considerable desde lo que no se sabe hasta lo que ya se entiende y espera. Llegamos a las vacunas y esperemos que después del punto final de este texto nos alcancen más buenas noticias. No sabemos qué pasará, pero sí que será imposible olvidarlo.
Leoz Gordillo I, García-Salido A. Sobre SARS-CoV-2 y adultos en pequeño. Evid Pediatr. 2021;17:1.