La irrupción del virus SARS-CoV-2 a finales de 2019 ha dado lugar a un 2020 pandémico que ha removido todas las bases que sostenían el mundo que conocíamos. La pandemia de COVID-19 está teniendo un coste extraordinario en términos de salud (enfermedad, muerte y reducción de la esperanza de vida), productividad social y económica, aislamiento y soledad, y renuncia a comportamientos sociales que creíamos imprescindibles (como el acompañamiento de enfermos, personas dependientes y de edad avanzada, y a aquellos en sus últimos momentos). En fin, un panorama de enormes pérdidas con expectativas vitales a la baja que hacen temer un futuro gris.
Las personas de mayor edad están pagando un alto precio por su mayor susceptibilidad a la infección grave por el nuevo virus. Esto ha determinado las prioridades de la respuesta a la pandemia y que todos los demás objetivos sociales y sanitarios hayan cedido a ello, incluidos los relativos a la salud infantil.
El impacto de la pandemia en los niños y adolescentes es, según muestran numerosos estudios y la experiencia real, notablemente menor que en los grupos de población de mayor edad, sobre todo en términos de enfermedad grave y mortalidad. Con todo, la población infantil está también sufriendo una considerable carga de enfermedad, que, globalmente, ha sido infravalorada con frecuencia.
El efecto combinado de un amplio número de medidas no farmacológicas (distanciamiento físico, mascarillas faciales, lavado de manos, etc.) puestas en marcha de forma muy desigual en el mundo, ha logrado mitigar, solo parcialmente, la diseminación de la infección. Y, por ello, se han depositado todas las esperanzas en que la vacunación masiva nos devuelva a la normalidad perdida.
Según los datos publicados por el Centro Nacional de Epidemiología1, entre mayo de 2020 y el 17 de febrero de 2021 se han registrado 356 360 casos confirmados de COVID-19 en el rango de edad de 0-14 años (el 12,4% de todos los casos para el 14,6% de la población española).
En el mismo periodo de tiempo, 2222 niños (0,62% de los casos infantiles) han necesitado ingreso hospitalario, 102 niños (0,03%) han precisado cuidados intensivos y uno de cada 20 de estos acaba falleciendo1. Se ha descrito una forma de enfermedad grave asociada a la infección, el síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico vinculado a SARS-CoV-2 (SIM-PedS), que está resultando la principal causa de la necesidad de cuidados críticos en niños con COVID-19 reciente2,3.
Globalmente, entre los niños de cero a 14 años de edad con COVID-19 se estima que uno de cada 160 casos confirmados ingresa en el hospital, uno de cada 22 hospitalizados necesita cuidados de UCI y uno de cada 20 de estos acaba falleciendo.
En la población adulta, los factores de riesgo de enfermedad grave se han identificado con cierta precisión (el principal la edad4, después: hipertensión, diabetes, enfermedad cardiovascular, respiratoria y renal crónicas, inmunodepresión, cáncer, tabaquismo y obesidad). Sin embargo, en el caso de la población pediátrica no se ha avanzado mucho en la identificación de los factores de riesgo5. La influencia de la edad es controvertida, aunque algunos estudios encuentran datos de mayor riesgo en los niños mayores de 10-12 años6,7. La presencia de comorbilidades se ha identificado como un factor asociado a peor resultado clínico en la COVID-19 pediátrica: la enfermedad pulmonar, cardiovascular y renal crónicas, el cáncer, la inmunodepresión, los trastornos neurológicos y cognitivos y las anomalías cromosómicas4,5,8. Varios estudios señalan, aunque con datos preliminares, a los trastornos neurológicos y cognitivos (incluyendo el síndrome de Down) como factores independientes de riesgo de COVID-19 grave9.
Los niños tienen un menor riesgo de transmisión de la infección comparados con los adultos10. Las guarderías y escuelas infantiles son entornos relativamente seguros, tanto para los niños como para los cuidadores y docentes, según un estudio francés11. Aunque, también, se han descrito importantes brotes en centros escolares12. El cierre y reapertura de centros escolares no modificó la tendencia general del COVID-19 en Alemania13. En Suecia, donde no se han cerrado las escuelas en ningún momento, la mortalidad entre niños y adolescentes y personal de los centros no ha sido mayor que en un periodo similar del año anterior a la pandemia14.
Los efectos de la pandemia sobre la población infantil van más allá de la morbimortalidad señalada y alcanzan a ámbitos muy dispares.
La interrupción del aprendizaje y la intensificación de la desigualdad por los cierres escolares tiene consecuencias de largo alcance difícilmente calculables15,16. Las familias con menos recursos no pueden acceder de la misma forma a la tecnología y al acompañamiento responsable de los niños durante los periodos de cierre. Los niños en el colegio son iguales, pero fuera no.
La interferencia con otras prestaciones y servicios de salud, como son las vacunaciones sistemáticas, la atención a condiciones crónicas y la detección de enfermedades graves de presentación insidiosa (cáncer, etc.) ha sido patente. La reducción de la accesibilidad de los servicios sociosanitarios ha hecho que probablemente algunos casos de maltrato y abuso hayan quedado sin detectar y sin la atención temprana que necesitan17.
Globalmente, resulta evidente el extraordinario impacto de la pandemia sobre la población más joven, con consecuencias, algunas de ellas, tal vez, difícilmente recuperables en etapas posteriores del desarrollo vital18.
Hasta la fecha en la Unión Europea se han aprobado cuatro vacunas frente a la COVID-19, dos de ellas basadas en el ARN mensajero y otras dos en vectores virales19: Comirnaty, COVID-19 Vaccine Moderna, COVID-19 Vaccine AstraZeneca y COVID-19 Vaccine Janssen. Las cuatro vacunas han presentado datos procedentes de amplios estudios clínicos de fase 3, que muestran una notable eficacia y un perfil de seguridad aceptable20-22. Incluso, una de ellas ha presentado indicios preliminares de su capacidad de reducción de la transmisión de la infección en la vida real23.
Los promotores de estas vacunas, y de otras ya en las últimas fases de investigación han anunciado que han iniciado, o lo harán en breve, estudios específicos para determinar la eficacia y seguridad en niños y adolescentes. La vacuna Comirnaty ha finalizado el reclutamiento y podría presentar resultados preliminares referidos a adolescentes de 12-15 años en poco tiempo.
Proteger a los niños de la COVID-19 es una necesidad real, un objetivo alcanzable y una obligación ética24. El primer paso serán los adolescentes, lo cual tiene sentido por razones operativas y prácticas. Sin embargo, con los niños más pequeños, habrá que estudiar posibles modificaciones de la dosis usada y hacer comprobaciones adicionales de seguridad.
Hasta el momento, y con toda razón, la prioridad que ha iluminado todas las acciones de respuesta a la pandemia ha sido la de reducir el trágico impacto en la población de mayor edad. Los logros en el terreno de las vacunaciones son extraordinarios. Se ha logrado cristalizar la prolongada y ardua investigación básica de más de una década en prototipos vacunales novedosos y en amplios estudios clínicos que, sin renunciar a las exigencias metodológicas, han arrojado resultados prometedores en muy poco tiempo.
Así que es el momento de volver la mirada a la población infantil, y hacerles partícipes de los beneficios de la vacunación. Y, a la vez, de profundizar en el conocimiento de la epidemiología y caracterización clínica de la infección y la enfermedad por el SARS-CoV-2 en niños.
Es, por lo tanto, el momento de intensificar la investigación en la población pediátrica. Será, como lo está siendo hasta ahora todo lo relacionado con la pandemia, un reto extraordinario. Aprovechando los estudios y la experiencia con la vacunación de adultos, se necesitarán adaptaciones para cubrir objetivos específicos sobre la eficacia y la seguridad de las vacunas en la edad infantil. Las exigencias de un elevado nivel de seguridad demorarán muy probablemente la disponibilidad de vacunas en niños pequeños. Las autoridades sanitarias tendrán que prever procedimientos específicos para, llegado el caso, autorizar la vacunación infantil prescindiendo de la modalidad de aprobación de emergencia o provisional.
La extensa experiencia con los programas de vacunación infantil supondrá una notable ventaja organizativa.
Los beneficios que cabe esperar de la vacunación infantil del COVID-19 son de gran interés general25,26: contribuir a la inmunidad colectiva (no sería posible alcanzar una inmunidad de grupo global suficiente manteniendo susceptibles a millones de niños), la reducción de la incidencia de la enfermedad leve-moderada y grave, evitar las consecuencias del cierre escolar y de la limitación del acceso a los servicios sociosanitarios y reducir la desigualdad.
Así que, sí, ha llegado el momento de volver la mirada a la población infantil y de dar los pasos (científicos, sociales y políticos) necesarios para contar con vacunas de la COVID-19 seguras y eficaces en ellos en el menor plazo posible.
El autor ha recibido ayuda para la asistencia a actividades de formación en territorio nacional por parte de la industria farmacéutica (IF) relacionada con las vacunas, una vez cada año hasta 2019. También ha participado, como docente, en una actividad de formación patrocinada por la IF en 2016.
Hernández Merino A. Vacunación del COVID-19 en niños: ¿ha llegado el momento? Evid Pediatr. 2021;17:2.