Marcos A. Obesidad en la infancia y adolescencia: riesgo en la vida adulta y estrategias de prevención. Evid Pediatr. 2008;4:1.
Según datos de la OMS, más de mil millones de personas adultas en todo el mundo tienen sobrepeso y, de ellas, al menos 300 millones son obesas. Además, la prevalencia de la obesidad se correlaciona cada vez más con las principales enfermedades crónicas de nuestro tiempo, como enfermedades cardiovasculares, hipertensión, además de ciertos tipos de cáncer o diabetes. La prevalencia de obesidad en la adolescencia ha experimentando un incremento alarmante en el curso de las tres últimas décadas, constituyendo el desorden nutricional más frecuente no sólo en las sociedades desarrolladas sino también en los países en vías de desarrollo1. La obesidad en la adolescencia constituye un antecedente metabólico para la enfermedad cardiovascular en el adulto y la diabetes tipo 2, ya que los factores de riesgo como dislipidemia, hipertensión, hiperinsulinemia y obesidad a menudo coexisten en adolescentes2. Además, se ha constatado la aparición de marcadores de inflamación en adolescentes, propios de los adultos e, incluso, que estos biomarcadores están relacionados con la adiposidad total y abdominal3,4.
Según un reciente artículo5, en el que se pone de manifiesto que de los 5.063.622 de personas valoradas en un estudio longitudinal de 46 años, se encontraron 10.235 eventos de enfermedades cardiovasculares (ECV) entre los hombres y 4.318 entre las mujeres. El riesgo de cualquier evento de ECV (eventos no mortales) y de evento fatal entre los adultos de este estudio se correlacionó positivamente con un índice de masa corporal (IMC) alto a los 7-13 años de edad para los chicos y a los 10-13 años de edad para las chicas. En este estudio se ha determinado, además, que a medida que los valores de IMC son más altos en la infancia, se asocian con un mayor riesgo de ECV en la edad adulta. Además, el riesgo incrementa a medida que aumenta la edad de los niños. Los autores sugieren que el modo de ayudar a los chicos es lograr y mantener un peso apropiado para prevenir consecuencias adversas en la salud en el futuro.
Sin embargo, parece empezar a visualizarse una asociación de la obesidad con la aparición de otras patologías asociadas aparentemente de menor entidad, como pueden ser infecciones, alergias y otras de etiología desconocida, como son los desórdenes neurodegenerativos. Cada vez está más claro que el problema acuciante en la actualidad reside en los niños y adolescentes. Un 19% de niños entre 6 y 11 años de edad en los Estados Unidos están dentro del intervalo de sobrepeso, con un IMC mayor del percentil 95 para su edad y sexo5, de acuerdo con las tablas de crecimiento del Centro para el Control de la Enfermedad y Prevención (CDC)6.
El síndrome metabólico (SM) ha sido ya observado en adolescentes, y se ha asociado con un estado de inflamación crónica. La presencia de precursores tempranos de ateroesclerosis y lesiones ateromatosas tempranas ha sido documentada en adolescentes2,7. Sin embargo, se han propuesto múltiples definiciones para el SM en niños, adolescentes y adultos. Por este motivo, se llevó a cabo un estudio con el objetivo de 1) analizar las variaciones en la prevalencia del SM utilizando 8 definiciones de SM y 2) examinar qué factores influencian la frecuencia de SM en niños y adolescentes8. Este estudio se ha llevado a cabo en 1205 niños y adolescentes caucásicos con sobrepeso (IMC media: 27,3 kg/m2), de 4-16 años (media: 11,8), de los que 46% son chicos y 39% prepúberes. En efecto, la prevalencia de SM varía significativamente dependiendo de las definiciones. Sólo un 2% de los niños cumplían los criterios de SM para todas las definiciones. Tanto la resistencia a la insulina como el grado de sobrepeso fueron asociados con el SM, independientemente del estado puberal en la mayoría de las definiciones. Dentro de las limitaciones que pueda tener este estudio, los autores ponen de manifiesto la importancia de considerar el estado puberal, en lugar de haber dividido los niños en prepuberales, puberales y postpuberales, para analizar el efecto de la pubertad en la prevalencia del SM.
Los autores recalcan el hecho de que es necesaria una definición uniforme de SM que sea aceptada a nivel internacional, así como que el concepto de SM, que lleva consigo una agrupación de factores de riesgo predictores de ECV (presión arterial, circunferencia de cintura, y los niveles séricos en ayunas de triglicéridos, HDL-colesterol, colesterol total, insulina y glucosa), más allá del riesgo asociado con sus componentes individuales, tiene que ser aprobado en niños y adolescentes, ya que quizá se comporten de forma distinta a los adultos. De hecho, el mismo grupo ha colaborado en la demostración de que en niños con sobrepeso, dislipidemia, hipertensión y metabolismo de la glucosa alterado se relacionan con el grosor de la íntima media de la arteria carótida, que es predictiva y relacionada con la gravedad de ECV. Por este motivo, estos autores insisten en la importancia de incluir estas determinaciones en la definición del SM9-12. Muchos de los hábitos que influyen en la salud física y mental a lo largo de la vida en la edad adulta se adquieren durante la adolescencia, hecho de una gran relevancia, si tenemos en cuenta que la adolescencia es un periodo único en la vida con múltiples cambios físicos, fisiológicos y psicológicos.
En este sentido, se ha propuesto que la educación para la salud dirigida a adolescentes debería capacitarles para entender aquello que es positivo en ellos mismos y no se debería forzar ningún modelo de comportamiento13. Los adolescentes necesitan una cultura alimentaria basada en alimentos que se deben COMER y no en alimentos que se deben EVITAR14.
Por otro lado, el fenómeno del sedentarismo es uno de los principales motivos de preocupación para la salud pública, ya que la inactividad física es un claro factor de riesgo respecto a las ECV, obesidad, diabetes, etc., en particular si todo ello incide sobre un substrato genético predisponente. Esta situación nos hace ser conscientes de la necesidad de desarrollar propuestas de intervención factibles para la modificación de las actitudes orientadas a la salud. El Colegio Americano de Medicina del Deporte15 recomienda la combinación de ejercicio físico y alimentación saludable como medida eficaz para la pérdida y el mantenimiento del peso corporal en adultos. En adolescentes, los datos en la bibliografía en relación a este problemática son escasos. Además, se subraya que la respuesta fisiológica y emocional ante el ejercicio de los adolescentes con sobrepeso u obesidad difiere de la de sus compañeros con normopeso16.
Se ha publicado recientemente un estudio muy interesante que consiste en intentar evaluar hasta qué punto cambios pequeños en la dieta y la actividad física, promovidos por la iniciativa “América on the Move” (AOM) podrían prevenir una ganancia excesiva de peso en niños con sobrepeso17. A continuación se citan los pequeños cambios integrados en el estilo de vida de estas familias asignadas al citado programa (AOM): 1) Aumento de la actividad física: andar 2.000 pasos más de lo que solían andar a diario, medido mediante podómetros; para ello, se les dieron ciertas pautas como aparcar más lejos de lo necesario, pasear al perro, utilizar las escaleras en lugar del ascensor, mapas de senderos para andar, montar en bicicleta, o excursiones a pie, parques, áreas de recreo y una lista de maratones cortos locales para andar o correr; 2) eliminar 100 cal/día de su dieta habitual reemplazando el azúcar por edulcorantes no calóricos, tanto para alimentos sólidos como para bebidas. Como controles se escogieron familias que se automonitorizaron de modo que solo se les dio un podómetro para que midieran su actividad física, pero no se les indicó ningún cambio en su dieta o en su nivel de actividad física.
Durante el periodo de seis meses de intervención, ambos grupos mostraron un descenso significativo del IMC para su edad. Sin embargo, el grupo AOM, comparado con el automonitorizado, tuvo un porcentaje mayor de niños que mantenían o reducían su IMC para la edad. No hubo ganancia ponderal en los padres de ningún grupo en la intervención de los seis meses. Los autores concluyen que la propuesta de los pequeños cambios defendidos por AOM podrían ser útiles para abordar la obesidad infantil y prevenir el exceso de ganancia ponderal en las familias.
Está claro que queda todavía mucho por estudiar en este campo. Para que resulte eficaz la actuación del clínico y la prevención de la obesidad, la intervención debe ser precoz y abarcar de manera multidisciplinar todos los aspectos que están implicados en la obesidad. La prevención activa de esta patología debe integrar los componentes dietético-nutricional, psicológico-psiquiátrico, familiar, actividad-condición física, y desarrollarse también desde las esferas social e institucional. En el momento actual estamos todavía viendo la punta del iceberg y todavía queda mucho por descubrir. Los profesionales involucrados en este campo debemos actuar en común unión, de modo que no solo los clínicos, los investigadores, sino los profesores, maestros y tutores, así como las administraciones públicas y la industria pongan su granito de arena para intentar seriamente erradicar esta lacra que puede ocasionar un lamentable descenso de la expectativa de vida en un futuro no muy lejano.
Dada la importancia del tema, en este número de “Evidencias en Pediatría” se han seleccionado tres recientes artículos sobre el tema de la obesidad en la edad pediátrica -ya referidos en la presente editorial5,8,17 y que se publican como archivos valorados críticamente18,19,20.
Marcos A. Obesidad en la infancia y adolescencia: riesgo en la vida adulta y estrategias de prevención. Evid Pediatr. 2008;4:1.